Cualquiera
que conozca medianamente a los argentinos sabe que no se caracterizan por su
amor al trabajo. En ese contexto, cuando un tipo consigue un empleo público
festeja más que el ganador del Nóbel de Física, pues considera que a partir de
ese hecho trascendente tiene la vida solucionada. En el empleo público no se le
exige demasiado a nadie, a menos que sea para aprovecharse de él endilgándole
tareas que no le corresponden. El sueldo inicial es bajo, pero los ascensos
dependen en general del mero transcurso del tiempo mucho más que de la
capacidad, y si se tiene algún conocido influyente llegan muy rápido. Y el
principal atractivo del empleo público es la estabilidad laboral: pasados los
seis meses que exige la ley, resulta virtualmente imposible despedir al elegido
por los dioses: éste puede haraganear, violar las normas que regulan su
trabajo, desobedecer el jefe, protagonizar escándalos sexuales y cometer actos
de corrupción e inclusive algunos delitos sin que se lo sancione con la
exoneración. Esto no quiere decir que todos los empleados públicos se
aprovechen de las interesantes franquicias mencionadas: quien ha sido educado
(por ejemplo) dentro de una mentalidad europea, hace su trabajo a conciencia
porque debe ser así, y no por la amenaza de recibir una sanción. Pero la
mayoría hace valer la idiosincrasia nacional, y contra las mayorías nada se
puede: ellas mandan.
El
tipo de argentino más beneficiado por la designación en un empleo público es el
imbécil. Los problemas y contrariedades que esa condición le podría causar en
otro tipo de trabajo y que casi con seguridad lo llevarían a terminar sus días
como taxista o colectivero no los tendrá nunca en un empleo público. El imbécil
que pasa a ser empleado público recibe una enorme compensación de Dios por
haber sido dotado de poco seso: aunque se hubiera sacado el Loto no se
encontraría en una situación económica más segura. Se podría suponer que el
sujeto que a pesar de tal característica alcanza un destino tan afortunado
debería sentirse tranquilo por el resto de su vida, pero la mayoría de las
veces esto no sucede porque, salvo casos muy extremos, el imbécil es consciente
de su condición, ya sea porque posee la suficiente lucidez para darse cuenta o
porque le han informado en forma reiterada de su problema. Entonces el tipo,
contra toda lógica, comienza a dudar de su buena fortuna: ya sea por la culpa
inconsciente que le causa el hecho de saber que ocupa un puesto que no merece o
por el recuerdo de malas experiencias anteriores, empieza a acumular temor.
Tiene miedo de ser despedido, de ser postergado en un ascenso, de ser
trasladado, de ser degradado, de ser fusilado sin juicio previo o de sufrir
cualquier otra desgracia tan improbable como ésta última, y entonces siente que
debe hacer algo para evitarlo. Cuando esto sucede, el que ocupa un puesto de
empleado raso comenzará a exhibir una conducta obsecuente, tratará de demostrar
que es imprescindible o ensayará cualquier otra estrategia por el estilo. En
cambio, quien ocupa un cargo que le otorga cierta autoridad sentirá una
necesidad casi compulsiva de ejercerla para demostrar que él “hace su trabajo”,
que “está ahí para algo”, y esta obsesión será causa de diversos perjuicios
para la comunidad: como el tipo es imbécil, emitirá decretos, reglamentos,
instrucciones o simples órdenes que violarán sin piedad las reglas del más
elemental sentido común. Teniendo en cuenta que sus superiores también son
empleados públicos y argentinos, no se tomarán el trabajo de controlar al
subordinado imbécil, y este tendrá vía libre para cometer las más insólitas
tropelías que redundarán en un mar de dificultades que padecerán los
administrados.
Un
ejemplo servirá para ilustrar el punto: un afiliado de IOMA se enferma y su
médico ordena alguna práctica que la obra social debe cubrir. Conociendo la
burocracia imperante en dicha institución, el tipo se presenta a solicitar un
turno provisto de toda la documentación que imagina que le pueden solicitar:
carnet de la obra social, DNI, etc., y a pesar de ello, fracasa en su intento,
pues la empleada le dice que debe presentar su recibo de sueldo. El afiliado le
explica que los empleados provinciales cobran por cajero automático y no se les
entrega un recibo de sueldo como a los demás trabajadores. La empleada
justifica el requisito diciendo que IOMA debe comprobar si al afiliado se le
han hecho los descuentos del último mes. El paciente, ya impaciente, le explica
que eso no es posible, pues solo podría bajar online una copia del recibo de
sueldo de la página web de la Suprema Corte e imprimirla, pero lo que
presentará en tal caso será un simple papel sin valor legal que no tiene
ninguna característica mediante la que se pueda comprobar su autenticidad, y
por ello no servirá al efecto requerido: si la intención fuera estafar a la
obra social, a cualquiera le bastaría con tener instalado un editor de imágenes
y reemplazar el mes en el archivo a imprimir. La empleada se ve un poco
desorientada, pero insiste en que las órdenes de IOMA son esas y deben
cumplirse. El afiliado enfermo ha perdido el día.
Si
el enfermo perjudicado intenta explicarse tal falta de sentido común, podrá
suponer que algún funcionario megalómano desahoga sus ansias de poder
imponiendo requisitos absurdos o que las autoridades de la obra social buscan
postergar la atención de sus afiliados mediante la imposición de requisitos
dilatorios, pero nunca llegará a imaginarse la verdad. Si alguien reclama y
denuncia esta irregularidad ante las autoridades de IOMA será ignorado, porque la
solución al problema sería establecer que las distintas dependencias
provinciales deben remitir a IOMA las bajas en su personal; pero eso implica
trabajo –perdón por insistir con esta mala palabra- y entonces conviene dejar
las cosas como están. Y el imbécil que perjudica sin sentido a cientos de
personas enfermas seguramente obtendrá uno o más ascensos y terminará su
carrera percibiendo una suculenta jubilación. Aunque aparezca remota, existe la
posibilidad de que el funcionario del ejemplo anterior lea esta nota y la
conteste. La repuesta probablemente será: “Puede que usted tenga razón en lo
que dice, pero no le veo la solución: tengo una familia que mantener y no
pienso renunciar. Y de paso le digo que leí tres veces esta nota y todavía no
entiendo por qué me considera un imbécil”.
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