La crisis en la que se encuentra Argentina no se limita a un solo sector de la vida del país: abarca todas las actividades públicas y privadas (la salud, la educación, la justicia, el comercio, la producción, el transporte, etc.), y las conductas disvaliosas que la provocaron y la agravan son imputables a individuos de todas las clases sociales sin distinción.
Si bien es cierto que la solución efectiva de este problema requiere una gran transformación de la idiosincrasia nacional que pasa por la educación, la política, la ética, etc., ésta no es factible en el corto ni en el mediano plazo. Por otra parte, existe un círculo vicioso que hace que cualquier intento de lograr la modificación de las citadas conductas resulte difícil o directamente imposible a causa de la ineficiencia de las instituciones que tienen a su cargo esa tarea, pues quienes las integran exhiben las mismas deficiencias y los mismos vicios que la propia crisis ha causado en gran parte de la población; este círculo vicioso funciona a la vez como una espiral de decadencia que afecta a la sociedad argentina.
Si nos referimos a conductas que resultan perjudiciales para el conjunto de la sociedad, entramos en forma inevitable en el campo de la ley y el derecho, por ser estos los instrumentos de control social por excelencia en todas las sociedades civilizadas: una conducta disvaliosa debe ser desalentada mediante la promesa de una sanción para quien potencialemente esté en condiciones de desarrollarla (la Ley) y su efectiva imposición en caso de que la ejecute (la Justicia).
En cuanto a la Ley, nuestro país tiene muchísimas, y la mayoría de ellas, por expresar principios prácticamente universales, son eficientes y adecuadas; la porción restante es la de las que confirman la vigencia del principio popular que se enuncia como “hecha la ley, hecha la trampa”. Una solución rápida, barata y efectiva para que la Ley vuelva a cumplir su propósito es derogar estas últimas.
Sobre la Justicia, cualquier comentario resulta superfluo
ante la evidencia: tanto quienes lo reconocen como quienes lo niegan terminan
siendo en algún momento víctimas de la corrupción, la desidia o la ineficiencia
del aparato jurisdiccional. Las instituciones judiciales no son entes
abstractos: son órganos que están integrados por personas que desarrollan
diversas tareas a cambio de una remuneración que es su medio de vida. Que los
resultados que la actuación de una institución le aporta a la comunidad sean
buenos o malos depende de la sumatoria de las conductas de quienes la integran;
si se desea que su función sea cumplida en forma correcta y productiva, se debe
controlar que dichas personas posean determinadas cualidades que las hagan
aptas para su tarea, y que además las pongan de manifiesto durante su
ejercicio. La propia Constitución Nacional reconoce esto al establecer el
requisito de la idoneidad, tanto para el ingreso al cargo jurisdiccional como
para la duración de su ejercicio.
El instrumento para remover a un funcionario judicial es el Jury de Enjuiciamiento: ante la denuncia particular o la constatación oficial de que el sujeto ha cometido una falta, un grupo de personas con calidades establecidas por la ley decide si debe o no cesar en el ejercicio de su cargo. Este procedimiento, que debería funcionar según la teoría, ha demostrado en la práctica ser inútil o perjudicial para el correcto desempeño de la administración de justicia debido a que sus integrantes (jueces, abogados y legisladores) padecen de los mismos vicios que supuestamente deberían combatir.
La solución es constituir jurados integrados -al igual que
en el juicio penal- por un conjunto de ciudadanos legos elegidos al azar. Ante
la denuncia o la constatación de una conducta impropia, el Estado o los
particulares damnificados podrían impulsar la correspondiente acción
disciplinaria y la votación del jurado decidiría la cuestión. Este sistema
elimina las influencias políticas o ideológicas y los efectos del amiguismo que
caracteriza a la gran familia judicial, y garantiza que la permanencia de los jueces,
fiscales y otros funcionarios en sus cargos sea decidida por quienes pueden padecer las consecuencias de
sus acciones.
En cuanto a la designación de funcionarios, sería deseable establecer un sistema de similares características: los candidatos deberían comparecer ante un jurado en un Juicio de Censura, en el que toda persona que tenga objeciones a la designación pueda hacerlas conocer y probar su fundamento, quedando así la aprobación final de la designación en manos de los representantes de la comunidad.
Tanto para la designación como para la remoción de
funcionarios resulta adecuado como porcentaje la mayoría simple de los votos
del jurado, pues aunque el acusado debe gozar de todas las garantías en cuanto
a su defensa, el Jury de Enjuiciamiento
no tiene el mismo propósito que la condena penal: la necesidad de la comunidad
de gozar de funcionarios honestos, eficientes, diligentes e independientes
tiene un rango superior al derecho de un funcionario cuestionado o cuestionable
a cobrar eternamente un sueldo.
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