martes, 23 de abril de 2024

SOBRE EL FALSO GARANTISMO EN LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA

 Un grupo significativo de jueces y fiscales adhiere en los últimos tiempos a una posición ideológica denominada "abolicionismo". Para argumentar a su favor, parten de un sofisma: reemplazan la palabra "sanción" por la palabra "castigo". 

 

Es cierto que hoy día casi nadie quiere "castigar" a sus semejantes; pero la inmensa mayoría de los ciudadanos requiere que quienes delinquen -atentando contra su vida, su integridad física o su libertad- sean excluidos de la sociedad: a la violación de su obligación de respetar la vida, la integridad física y la libertad de sus semejantes corresponde la privación de un bien propio -la libertad- no como castigo, sino como medida para salvaguardar a sus víctimas. En otras palabras, ya no interesa castigar al delincuente, sino evitar que siga perjudicando a los demás ciudadanos.

 

Refiriéndose a la pena privativa de libertad -de la que no es partidario-, un fiscal dijo: "no conocemos una solución distinta en el momento que nos ha tocado vivir". Ante este reconocimiento, no se entiende su oposición a aplicar la solución conocida: suena como un cirujano que extirpara a disgusto un apéndice porque no conoce una solución mejor que podría descubrirse en el futuro. 

 

Presentan a la pena como un mecanismo de exclusión social, pero aquí no se trata -como alegan- de un montón de sectores sociales, sino de individuos determinados que provocan daños a sus semejantes: lo prueba el hecho de que la inmensa mayoría de los pobres no delinque. Alegan también que la pena de prisión no soluciona por sí misma el problema. Es cierto que lo que pasa en la realidad es un asunto muy complejo que no tiene solución por vía de un código penal, y nadie se opone a que se busquen las soluciones en los ámbitos adecuados; pero esto no debe servir de excusa para negar la posibilidad de proteger la vida de los ciudadanos.

 

Recurren reiteradamente a argumentos falsos: el Código Penal, dicen, debe servir antes que nada, no para castigar a quien infringe la ley, sino para proteger al ciudadano del poder punitivo del Estado. Con esa respuesta reprobarían un exámen en cualquier facultad de derecho, pues es sabido que el que protege al ciudadano del poder punitivo del Estado es el Código de Procedimiento Penal en cuanto regula las garantías de defensa en juicio. Esta supuesta confusión tiene por objeto que la ley, además de proteger el derecho del imputado a defenderse en juicio, proteja el derecho del delincuente a seguir delinquiendo.

 

También son intelectualmente desleales al plantear la dicotomía "sanción/derechos individuales": se trate de sancionar al culpable o de proteger los derechos del inocente, a los jueces les corresponden ambas tareas, y no les asiste el derecho de privilegiar a la una sobre la otra. Quienes no quieran aceptar este sistema, pueden proteger los derechos de sus clientes ejerciendo defensas penales, o buscar la sanción de los delitos patrocinando a los damnificados, pero siempre desde la práctica privada; el Estado no tiene por qué pagarles un sueldo para que hagan realidad sus preferencias ideológicas disponiendo a su arbitrio del poder punitivo que a aquel le corresponde. 

 

Por otra parte, estos argumentos resultan funcionales a determinados sectores de la Justicia: jueces que no quieren complicarse la vida, funcionarios que no quieren gastar en seguridad, policías que tratan de trabajar lo menos posible o de proteger a los delincuentes mediante zonas liberadas, etc. Solo así puede entenderse por qué, en una sociedad que se presume democrática, un grupo que detenta un poder supuestamente otorgado por los ciudadanos insiste en ir en contra de la manifiesta voluntad de las mayorías.

 

Y quienes estamos a favor de la inclusión social quedamos entrampados en una democracia que limita nuestras opciones a votar a un proyecto nacional y popular que incluye a esta justicia que no queremos, o apoyar a disgusto a sectores reaccionarios que gobernaron en las etapas mas oscuras de la historia nacional.

 

No soy partidario de la crítica que no aporta soluciones, así que me permito sugerir que, si queremos vivir en una sociedad realmente democrática, en determinados temas que hoy se encuentran en manos de minorías con poder -la seguridad, el aborto, etc.- exijamos la convocatoria a plebiscito; este instrumento de la democracia directa resulta necesario para resolver ciertas cuestiones de la sociedad en las que los políticos son incapaces de reflejar la voluntad popular. 

viernes, 19 de abril de 2024

El Jury de Enjuiciamiento por jurados para jueces y funcionarios judiciales

La crisis en la que se encuentra Argentina no se limita a un solo sector de la vida del país: abarca todas las actividades públicas y privadas (la salud, la educación, la justicia, el comercio, la producción, el transporte, etc.), y las conductas disvaliosas que la provocaron y la agravan son imputables a individuos de todas las clases sociales sin distinción.

Si bien es cierto que la solución efectiva de este problema requiere una gran transformación de la idiosincrasia nacional que pasa por la educación, la política, la ética, etc., ésta no es factible en el corto ni en el mediano plazo. Por otra parte, existe un círculo vicioso que hace que cualquier intento de lograr la modificación de las citadas conductas resulte difícil o directamente imposible a causa de la ineficiencia de las instituciones que tienen a su cargo esa tarea, pues quienes las integran exhiben las mismas deficiencias y los mismos vicios que la propia crisis ha causado en gran parte de la población; este círculo vicioso funciona a la vez como una espiral de decadencia que afecta a la sociedad argentina.

Si nos referimos a conductas que resultan perjudiciales para el conjunto de la sociedad, entramos en forma inevitable en el campo de la ley y el derecho, por ser estos los instrumentos de control social por excelencia en todas las sociedades civilizadas: una conducta disvaliosa debe ser desalentada mediante la promesa de una sanción para quien potencialemente esté en condiciones de desarrollarla (la Ley) y su efectiva imposición en caso de que la ejecute (la Justicia).

En cuanto a la Ley, nuestro país tiene muchísimas, y la mayoría de ellas, por expresar principios prácticamente universales, son eficientes y adecuadas; la porción restante es la de las que confirman la vigencia del principio popular que se enuncia como “hecha la ley, hecha la trampa”. Una solución rápida, barata y efectiva para que la Ley vuelva a cumplir su propósito es derogar estas últimas.

Sobre la Justicia, cualquier comentario resulta superfluo ante la evidencia: tanto quienes lo reconocen como quienes lo niegan terminan siendo en algún momento víctimas de la corrupción, la desidia o la ineficiencia del aparato jurisdiccional. Las instituciones judiciales no son entes abstractos: son órganos que están integrados por personas que desarrollan diversas tareas a cambio de una remuneración que es su medio de vida. Que los resultados que la actuación de una institución le aporta a la comunidad sean buenos o malos depende de la sumatoria de las conductas de quienes la integran; si se desea que su función sea cumplida en forma correcta y productiva, se debe controlar que dichas personas posean determinadas cualidades que las hagan aptas para su tarea, y que además las pongan de manifiesto durante su ejercicio. La propia Constitución Nacional reconoce esto al establecer el requisito de la idoneidad, tanto para el ingreso al cargo jurisdiccional como para la duración de su ejercicio.

El instrumento para remover a un funcionario judicial es el Jury de Enjuiciamiento: ante la denuncia particular o la constatación oficial de que el sujeto ha cometido una falta, un grupo de personas con calidades establecidas por la ley decide si debe o no cesar en el ejercicio de su cargo. Este procedimiento, que debería funcionar según la teoría, ha demostrado en la práctica ser inútil o perjudicial para el correcto desempeño de la administración de justicia debido a que sus integrantes (jueces, abogados y legisladores) padecen de los mismos vicios que supuestamente deberían combatir.

La solución es constituir jurados integrados -al igual que en el juicio penal- por un conjunto de ciudadanos legos elegidos al azar. Ante la denuncia o la constatación de una conducta impropia, el Estado o los particulares damnificados podrían impulsar la correspondiente acción disciplinaria y la votación del jurado decidiría la cuestión. Este sistema elimina las influencias políticas o ideológicas y los efectos del amiguismo que caracteriza a la gran familia judicial, y garantiza que la permanencia de los jueces, fiscales y otros funcionarios en sus cargos sea decidida por  quienes pueden padecer las consecuencias de sus acciones.

En cuanto a la designación de funcionarios, sería deseable establecer un sistema de similares características: los candidatos deberían comparecer ante un jurado en un Juicio de Censura, en el que toda persona que tenga objeciones a la designación pueda hacerlas conocer y probar su fundamento, quedando así la aprobación final de la designación en manos de los representantes de la comunidad.

Tanto para la designación como para la remoción de funcionarios resulta adecuado como porcentaje la mayoría simple de los votos del jurado, pues aunque el acusado debe gozar de todas las garantías en cuanto a su defensa,  el Jury de Enjuiciamiento no tiene el mismo propósito que la condena penal: la necesidad de la comunidad de gozar de funcionarios honestos, eficientes, diligentes e independientes tiene un rango superior al derecho de un funcionario cuestionado o cuestionable a cobrar eternamente un sueldo.

 

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miércoles, 10 de abril de 2024

PSICOLOGÍA DEL BURÓCRATA: EL IMBÉCIL TIMORATO.

 

Cualquiera que conozca medianamente a los argentinos sabe que no se caracterizan por su amor al trabajo. En ese contexto, cuando un tipo consigue un empleo público festeja más que el ganador del Nóbel de Física, pues considera que a partir de ese hecho trascendente tiene la vida solucionada. En el empleo público no se le exige demasiado a nadie, a menos que sea para aprovecharse de él endilgándole tareas que no le corresponden. El sueldo inicial es bajo, pero los ascensos dependen en general del mero transcurso del tiempo mucho más que de la capacidad, y si se tiene algún conocido influyente llegan muy rápido. Y el principal atractivo del empleo público es la estabilidad laboral: pasados los seis meses que exige la ley, resulta virtualmente imposible despedir al elegido por los dioses: éste puede haraganear, violar las normas que regulan su trabajo, desobedecer el jefe, protagonizar escándalos sexuales y cometer actos de corrupción e inclusive algunos delitos sin que se lo sancione con la exoneración. Esto no quiere decir que todos los empleados públicos se aprovechen de las interesantes franquicias mencionadas: quien ha sido educado (por ejemplo) dentro de una mentalidad europea, hace su trabajo a conciencia porque debe ser así, y no por la amenaza de recibir una sanción. Pero la mayoría hace valer la idiosincrasia nacional, y contra las mayorías nada se puede: ellas mandan.

El tipo de argentino más beneficiado por la designación en un empleo público es el imbécil. Los problemas y contrariedades que esa condición le podría causar en otro tipo de trabajo y que casi con seguridad lo llevarían a terminar sus días como taxista o colectivero no los tendrá nunca en un empleo público. El imbécil que pasa a ser empleado público recibe una enorme compensación de Dios por haber sido dotado de poco seso: aunque se hubiera sacado el Loto no se encontraría en una situación económica más segura. Se podría suponer que el sujeto que a pesar de tal característica alcanza un destino tan afortunado debería sentirse tranquilo por el resto de su vida, pero la mayoría de las veces esto no sucede porque, salvo casos muy extremos, el imbécil es consciente de su condición, ya sea porque posee la suficiente lucidez para darse cuenta o porque le han informado en forma reiterada de su problema. Entonces el tipo, contra toda lógica, comienza a dudar de su buena fortuna: ya sea por la culpa inconsciente que le causa el hecho de saber que ocupa un puesto que no merece o por el recuerdo de malas experiencias anteriores, empieza a acumular temor. Tiene miedo de ser despedido, de ser postergado en un ascenso, de ser trasladado, de ser degradado, de ser fusilado sin juicio previo o de sufrir cualquier otra desgracia tan improbable como ésta última, y entonces siente que debe hacer algo para evitarlo. Cuando esto sucede, el que ocupa un puesto de empleado raso comenzará a exhibir una conducta obsecuente, tratará de demostrar que es imprescindible o ensayará cualquier otra estrategia por el estilo. En cambio, quien ocupa un cargo que le otorga cierta autoridad sentirá una necesidad casi compulsiva de ejercerla para demostrar que él “hace su trabajo”, que “está ahí para algo”, y esta obsesión será causa de diversos perjuicios para la comunidad: como el tipo es imbécil, emitirá decretos, reglamentos, instrucciones o simples órdenes que violarán sin piedad las reglas del más elemental sentido común. Teniendo en cuenta que sus superiores también son empleados públicos y argentinos, no se tomarán el trabajo de controlar al subordinado imbécil, y este tendrá vía libre para cometer las más insólitas tropelías que redundarán en un mar de dificultades que padecerán los administrados.

Un ejemplo servirá para ilustrar el punto: un afiliado de IOMA se enferma y su médico ordena alguna práctica que la obra social debe cubrir. Conociendo la burocracia imperante en dicha institución, el tipo se presenta a solicitar un turno provisto de toda la documentación que imagina que le pueden solicitar: carnet de la obra social, DNI, etc., y a pesar de ello, fracasa en su intento, pues la empleada le dice que debe presentar su recibo de sueldo. El afiliado le explica que los empleados provinciales cobran por cajero automático y no se les entrega un recibo de sueldo como a los demás trabajadores. La empleada justifica el requisito diciendo que IOMA debe comprobar si al afiliado se le han hecho los descuentos del último mes. El paciente, ya impaciente, le explica que eso no es posible, pues solo podría bajar online una copia del recibo de sueldo de la página web de la Suprema Corte e imprimirla, pero lo que presentará en tal caso será un simple papel sin valor legal que no tiene ninguna característica mediante la que se pueda comprobar su autenticidad, y por ello no servirá al efecto requerido: si la intención fuera estafar a la obra social, a cualquiera le bastaría con tener instalado un editor de imágenes y reemplazar el mes en el archivo a imprimir. La empleada se ve un poco desorientada, pero insiste en que las órdenes de IOMA son esas y deben cumplirse. El afiliado enfermo ha perdido el día.

Si el enfermo perjudicado intenta explicarse tal falta de sentido común, podrá suponer que algún funcionario megalómano desahoga sus ansias de poder imponiendo requisitos absurdos o que las autoridades de la obra social buscan postergar la atención de sus afiliados mediante la imposición de requisitos dilatorios, pero nunca llegará a imaginarse la verdad. Si alguien reclama y denuncia esta irregularidad ante las autoridades de IOMA será ignorado, porque la solución al problema sería establecer que las distintas dependencias provinciales deben remitir a IOMA las bajas en su personal; pero eso implica trabajo –perdón por insistir con esta mala palabra- y entonces conviene dejar las cosas como están. Y el imbécil que perjudica sin sentido a cientos de personas enfermas seguramente obtendrá uno o más ascensos y terminará su carrera percibiendo una suculenta jubilación. Aunque aparezca remota, existe la posibilidad de que el funcionario del ejemplo anterior lea esta nota y la conteste. La repuesta probablemente será: “Puede que usted tenga razón en lo que dice, pero no le veo la solución: tengo una familia que mantener y no pienso renunciar. Y de paso le digo que leí tres veces esta nota y todavía no entiendo por qué me considera un imbécil”.