viernes, 7 de mayo de 2021

Un cuento de Cordwainer Smith

 Alpha Ralpha Boulevard 


(Cordwainer Smith)

Todos nos sentíamos ebrios de felicidad durante aquellos primeros años, especialmente los jóvenes. Eran los primeros años del Redescubrimiento del Hombre, cuando la Instrumentalidad hurgaba entre los tesoros para reconstruir las viejas culturas, los viejos idiomas e incluso los viejos problemas. La pesadilla de la perfección había llevado a nuestros antepasados al borde del suicidio. Ahora, bajo el liderazgo del Señor Jestocost y la Dama Alice More, las antiguas civilizaciones emergían del océano del pasado como grandes masas continentales. Yo fui el primer hombre que pegó un sello en una carta, después de catorce mil años. Llevé a Virginia a oír el primer recital de piano. Los dos miramos en la máquina óptica cómo se liberaba el cólera en Tasmania, y cómo los tasmanos bailaban en las calles, pues ya estaban libres de toda protección. Por todas partes cundía el entusiasmo. Por todas partes hombres y mujeres trajinaban con empecinada voluntad para construir un mundo más imperfecto. Yo mismo entré en un hospital y salí convertido en francés. Claro que nunca la había conocido. La había visto a menudo, pero no la había observado con el corazón, hasta que nos encontramos frente al hospital, después de convertirnos en franceses. Me agradó encontrarme con una vieja amiga y empecé a hablarle en la Vieja Lengua Común, pero las palabras se me atascaban, y mientras yo intentaba hablarle ya no era Menerima sino alguien de antigua belleza, rara y extraña, alguien que había venido a esta época reciente desde los ricos mundos del pasado. Sólo pude tartamudear en francés antiguo:

—¿Cómo te llamas ahora?

—Je m’apelle Virginie —respondió ella en el mismo idioma.

Mirarla y enamorarme fue todo uno. Había en ella algo fuerte y salvaje, envuelto y oculto por la ternura y la juventud de su cuerpo aniñado. Era como si el destino me hablara desde esos ojos castaños, ojos que me indagaban con certeza e intriga, tal como ambos indagábamos el nuevo mundo que se extendía alrededor de nosotros. Le ofrecí el brazo, tal como había aprendido en las horas de hipnopedia. Ella me cogió el brazo y nos alejamos del hospital. Entoné una antigua melodía que me había venido a la mente, junto con el francés antiguo. Ella me tiró suavemente del brazo y me sonrió.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿O no lo sabes?

Las palabras me brotaban de los labios. Canté en voz baja, ahogando la voz en su pelo rizado, cantando y susurrando la popular canción que me había venido a la memoria junto con todas las demás cosas que me había brindado el Redescubrimiento del Hombre: “No era la mujer que fui a buscar. La encontré por casualidad. Ella no hablaba el francés de Francia sino el susurro de la Martinica. No era rica ni elegante. Tenía una mirada cautivadora, y eso era todo...” De pronto me quedé sin palabras.

—Debo de haber olvidado el resto. Se llama «Macouba», y tiene algo que ver con una isla maravillosa que los franceses antiguos llamaban Martinica.

—Sé dónde está —exclamó ella. Le habían dado los mismos recuerdos que a mí

—¡Se ve desde Terrapuerto!—

 Éste fue un súbito regreso al mundo que habíamos conocido. Terrapuerto se elevaba en su pedestal a dieciocho kilómetros de altura, en el borde oriental del pequeño continente. En su cúspide, los Señores trabajaban entre máquinas que ya no tenían sentido. Allí las naves llegaban susurrando desde las estrellas. Yo había visto imágenes de ello, pero nunca lo había visitado. Ni siquiera conocía a nadie que hubiera estado en Terrapuerto. ¿Para qué ir allí? Quizá no fuéramos bienvenidos, y siempre podíamos verlo en las imágenes de la máquina óptica. Era extraño que la familiar, agradable y entrañable Menerima hubiera ido. Me hizo pensar que en el Viejo Mundo Perfecto las cosas no habían sido tan claras como parecían. Virginia, la nueva Menerima, trató de hablar en la Vieja Lengua Común, pero desistió y se me dirigió en francés:

—Mi tía —dijo, refiriéndose a alguno de su familia, pues nadie había tenido tías en miles de años— era una creyente. Me llevó al Abba-dingo para que me diera suerte y santidad-

 Mi antiguo yo se sobresaltó un poco; mi yo francés se inquietó al comprobar que esa muchacha había hecho algo inaudito aun antes de que toda la humanidad se volcara hacia lo insólito. El Abba-dingo era un obsoleto ordenador instalado en la columna de Terrapuerto. Los homúnculos lo trataban como a un dios, y a veces la gente iba a verlo. Hacerlo era tedioso y vulgar. O lo había sido. Hasta que todas las cosas se renovaron. Tratando de disimular mi fastidio, pregunté:

—¿Cómo era?-

 Ella rió ligeramente, pero en su risa se escondía un temblor que me produjo escalofríos. Si la antigua Menerima había ocultado secretos, ¿qué no haría la nueva Virginia? Casi odié al destino que me hacía amarla, que me hacía sentir que el contacto de su mano con mi brazo era un lazo con la misma eternidad. Ella me sonrió en vez de responder. El camino de superficie estaba en obras, bajamos por una rampa hasta el nivel del primer subsuelo, donde era legal que caminaran las personas verdaderas, los homínidos y los homúnculos. No me gustó la sensación; nunca me había alejado a más de veinte minutos de marcha de mi lugar natal. La rampa parecía bastante segura. En esos días había pocos homínidos, hombres de las estrellas de origen humano a quienes había modificado para adecuarlos a las condiciones de mil mundos distintos. Los homúnculos eran moralmente repugnantes, aunque muchos parecían personas apuestas; eran de origen animal y se les había dado forma humana para que realizaran tareas monótonas en lugares a los cuales ningún hombre verdadero quería ir. Se rumoreaba que algunos se habían cruzado con personas verdaderas, y yo no quería exponer a mi Virginia a la presencia de tales criaturas. Ella me asía el brazo. Cuando bajamos por la rampa al atestado pasadizo, le apoyé el brazo en los hombros, atrayéndola hacia mí. Había más claridad y más brillo que la luz diurna que dejábamos atrás, pero era un lugar extraño y peligroso. En los antiguos días, habría dado media vuelta y me habría ido a casa en lugar de exponerme a la presencia de seres tan horrendos. En aquella ocasión, en aquel momento, no podía separarme de mi nuevo amor, y temía que si yo volvía a mí apartamento de la torre, ella regresaría al suyo. De todos modos, ser francés proporcionaba cierto atractivo al peligro. En realidad, los viandantes tenían un aspecto bastante normal. Había muchas máquinas atareadas, algunas de ellas con forma humana. No vi a un solo homínido. Las demás personas, a quienes reconocí como homúnculos porque nos cedían el paso, no parecían distintas de los seres humanos verdaderos de la superficie. Una bella muchacha me dirigió una mirada desagradable: impúdica, inteligente, provocativa más allá de los límites del coqueteo. Sospeché que era de origen perruno. Entre todos los homúnculos, las personas son las más propensas a tomarse libertades. Un hombre-perro filósofo grabó una cinta argumentando que, como los perros son los más antiguos aliados del hombre, tienen derecho a vivir más cerca del hombre que cualquier otra forma de vida.



Cuando vi la cinta, me pareció gracioso que un perro tuviera forma de Sócrates; aquí, en el primer subsuelo, no las tenía todas conmigo. ¿Qué haría si uno de ellos se insolentaba? ¿Matarlo? Eso significaba un enfrentamiento con las fuerzas legales y una entrevista con los Subcomisionados de la Instrumentalidad. Virginia no reparó en nada de esto. En vez de responderme, me hacía preguntas sobre el primer subsuelo. Yo había estado allí una sola vez, cuando era pequeño, pero resultaba agradable sentir la curiosa y acariciante voz de Virginia en el oído. Entonces sucedió. Al principio creí que era un hombre empequeñecido por algún efecto de la luz del subsuelo. Cuando se acercó, vi que no era un hombre. Los hombros debían de medir un metro y medio de anchura. Feas cicatrices rojizas indicaban el lugar de la frente de donde le habían extirpado los cuernos. Era un homúnculo, obviamente de origen vacuno. Francamente, no sabía que los dejaban tan deformes. Y estaba ebrio. Cuando se acercó, pude captar los zumbidos de su mente: No son gente, no son homínidos y no son Nosotros. ¿Qué hacen aquí? Las palabras que piensan me confunden. Nunca había leído pensamientos en francés. La situación era seria. Era normal que los homúnculos hablaran, pero sólo algunos eran telepáticos: los que realizaban tareas especiales, algunos en el Abajo-abajo, donde sólo la telepatía podía transmitir las órdenes. Virginia se aferró a mí. Somos hombres verdaderos, pensé en clara Lengua Común. Debes cedernos el paso. La única respuesta fue un bramido. No sé dónde se había emborrachado, ni con qué, pero no recibió mi mensaje. Vi que sus pensamientos sucumbían al pánico, la impotencia, el odio. Luego embistió bailoteando, dispuesto a aplastarnos. Concentré la mente y le ordené que se detuviera. No dio resultado. Aterrado, comprendí que había pensado en francés. Virginia gritó. El hombre-toro ya estaba sobre nosotros. A último momento giró, pasó ciegamente de largo y soltó un bramido que resonó en el enorme pasadizo. Por fortuna, se había alejado. Sin soltar a Virginia, me volví para ver por qué no nos había embestido. Lo que vi era extraño. Nuestras imágenes se alejaban de nosotros por el pasillo: mi capa color rojo oscuro volaba en el aire quieto, el vestido dorado de Virginia ondeaba mientras corría conmigo. Las imágenes eran perfectas y el hombre-toro las perseguía. Me volví desconcertado. Nos había advertido que los dispositivos de seguridad ya no nos protegían. Había una muchacha inmóvil junto a la pared. Yo la había confundido con una estatua. Entonces habló:

—No os acerquéis más. Soy una gata. Ha sido bastante fácil engañarlo. Será mejor que regreséis a la superficie-

 —Gracias —dije—, gracias. ¿Cómo te llamas?

—¿Qué más da? No soy una persona-

 —Sólo quería darte las gracias —insistí, un poco ofendido.

Al hablarle noté que era bella y brillante como una llama. Tenía la tez clara, del color de la crema, y el cabello, más hermoso que el cabello humano, mostraba el fuerte color rojizo de un gato persa.

—Soy G'mell —respondió la muchacha— y trabajo en Terrapuerto-



Virginia y yo nos detuvimos. La gente gatuna estaba por debajo de nosotros, y había que eludirla, pero Terrapuerto estaba encima de nosotros, y había que respetarlo. ¿Qué hacer ante G'mell?

G'mell sonrió, y la sonrisa fue más agradable para mí que para Virginia. Comunicaba un mundo entero de conocimientos voluptuosos. Supe, por su actitud en conjunto, que no me estaba provocando. Quizá fuera la única sonrisa que conocía.

—No os preocupéis por las formalidades —dijo—. Subid por esa escalera. Me parece que ya regresa- Giré sobre los talones buscando al hombre-toro ebrio. No se le veía.

—Subid por aquí —insistió G'mell—. Es una escalera de emergencia y os llevará de vuelta a la superficie. Evitaré que él os siga ¿Tú hablabas en francés?

—Sí. ¿Cómo...? —

-No os detengáis. Lamento haber preguntado. ¡Deprisa!-

Entré por la pequeña puerta. Una escalera de caracol subía a la superficie. Usar escaleras. Usar escaleras quedaba por debajo de nuestra dignidad de personas verdaderas, pero ante la insistencia de G'mell no puede negarme. Me despedí de G'mell con un gesto y arrastré a Virginia escalera arriba. En la superficie nos detuvimos.

—¡Qué horror! —jadeó Virginia.

—Ahora estamos seguros —la tranquilicé.

—No hablo de la seguridad sino de la suciedad. ¡Tener que hablar con ella!-

 Virginia quería decir que G'mell era peor que el hombre-toro ebrio. Intuyó mis reservas, pues añadió: —Lo triste es que la verás de nuevo...

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?-

—No lo sé —dijo Virginia—. Lo intuyo. Pero mis intuiciones acostumbran ser acertadas. A fin de cuentas, fui al Abba-dingo-

—Querida, cuéntame qué pasó allá-

Ella negó con la cabeza en silencio y echó a andar por la calle. No tuve más remedio que seguirla. Cosa que me irritó un poco.

—¿Cómo fue? —insistí, más contrariado.

—No fue nada —respondió ella con herida dignidad de niña—. Fue un largo ascenso. La vieja me llevó consigo. Resultó que la máquina no hablaba aquel día, de todos modos, así que obtuvimos permiso para bajar por un conducto y regresar a la carretera rodante. Fue un día perdido-

Hablaba sin mirarme, como si el recuerdo fuera desagradable. Luego se volvió hacia mí. Sus ojos castaños escudriñaron los míos como si buscaran mi alma (Alma. Hay una palabra francesa, y no hay ninguna que corresponda a ella en la Vieja Lengua Común). Se le iluminó la cara y me rogó:

—No seamos bobos en este nuevo día. Mostrémonos bondadosos con nuestra nueva personalidad, Pablo. Hagamos algo muy francés, si eso hemos de ser-

—Un café —exclamé—. Tenemos que ir a un café. Y sé dónde hay uno-

—¿Dónde?-

—Dos subsuelos más arriba. Donde asoman las máquinas y los homúnculos fisgonean por la ventana- Me pareció gracioso pensar en homúnculos fisgones, aunque para mi antiguo yo resultaban tan indiferentes como ventanas o mesas. Mi antiguo yo no había conocido ninguno, pero sabía que no eran personas sino animales, aunque parecían humanos y podían hablar. Se requería una personalidad francesa para advertir que algunos eran feos, y otros bellos o pintorescos. Más que pintorescos, románticos. Evidentemente, Virginia pensaba lo mismo, pues dijo:

—Son encantadores ¿Cómo se llama el café?-

—«El Gato Grasiento» —dije.


«El Gato Grasiento». ¿Cómo iba a saber que esto nos llevaría a una pesadilla entre aguas altas y vientos aullantes? ¿Cómo iba a saber que esto nos llevaría a Alpha Ralpha Boulevard? Si lo hubiera sabido, ninguna fuerza del mundo me habría llevado allí. Otros franceses habían llegado al café antes que nosotros. Un mozo de bigote grande y castaño tomó nota de nuestro pedido. Lo miré atentamente para ver si era un homúnculo con permiso para trabajar entre personas porque sus servicios resultaban indispensables; pero no lo era. Era una máquina, aunque su voz vibraba con énfasis parisino, y los diseñadores le habían incorporado el tic de acariciarse el bigote con el dorso de la mano, y lo habían programado para que el sudor le perlara la frente.

—¿Mademoiselle? ¿Monsieur? ¿Cerveza? ¿Café? Dentro de un mes tendremos vino tinto. El sol brillará al cuarto y a la media después de cada hora. A menos veinte lloverá durante cinco minutos para que disfruten ustedes de estos paraguas. Soy nativo de Alsacia. Pueden ustedes hablarme en francés o en alemán-

—No sé —dijo Virginia— Elige tú, Pablo-

 —Cerveza, por favor. Cerveza para los dos-

—Desde luego, monsieur —dijo el mozo. Se alejó con la servilleta colgada del brazo.

Virginia entornó los ojos al sol y comentó:

—Ojalá lloviera ahora. Nunca he visto lluvia verdadera-

—Ten paciencia, cariño-

— ¿Qué significa «alemán»? —me preguntó.

—Otro idioma, otra cultura. Leí que la resucitarán el año que viene ¿Te gusta ser francesa?-

—Me gusta. Mucho más que ser un número. Pero...—

Calló, los ojos nublados de perplejidad.

—¿Sí, querida?-

—Pablo... —dijo Virginia, y mi nombre era un grito de esperanza surgiendo de honduras de su mente que subyacían más allá de mi nuevo yo y mi antiguo yo, más allá de los designios de los Señores que nos modelaban. Le cogí la mano.

—Dime, querida-

—Pablo —continuó ella, casi sollozando—, ¿por qué ocurre todo tan deprisa? Éste es nuestro primer día, y ambos sentimos que podemos pasar juntos el resto de nuestra vida. Hay algo que se llama matrimonio, y se supone que debemos encontrar un sacerdote, y tampoco entiendo eso. Pablo, Pablo, Pablo, ¿por qué sucede tan deprisa? Quiero amarte. Te amo. Pero no quiero que me obligues a amarte. Quiero que sea mi verdadero yo-

Lloriqueaba al hablar, aunque mantenía la voz tranquila. Y entonces yo dije lo que no debía.

—No te preocupes, cariño. Sin duda los Señores de la Instrumentalidad lo han planeado todo muy bien-

Rompió a llorar con más fuerza. Yo nunca había presenciado el llanto de una persona adulta. Resultaba extraño y estremecedor. Un hombre de la mesa vecina se me acercó, pero ni siquiera lo miré de soslayo.

—Querida —dije, tratando de serenarla—, querida, encontraremos una solución...-

—Pablo, déjame abandonarte, para que pueda ser tuya. Deja que me vaya por unos días, unas semanas o unos años. Si regreso, sabrás que soy yo y no un programa diseñado por una máquina, ¡Por amor de Dios, Pablo, por amor de Dios! —

Cambiando de voz preguntó:

- ¿Qué es Dios, Pablo? Nos han dado las palabras, pero no sé qué significan -

El hombre que estaba junto a mí intervino.

—Yo puedo llevaros hacia Dios-

—¿Quién es usted? —pregunté—. ¿Quién le ha pedido que se entrometa? -

Nunca hablábamos así con la Vieja Lengua Común: al darnos una nueva lengua también nos habían dado temperamento. El extraño siguió mostrándose cortés. Era tan francés como nosotros, pero sabía dominarse.

—Me llamo Maximilien Macht, y antes era creyente-
Los ojos de Virginia se encendieron. Se enjugó distraídamente la cara mientras miraba al hombre. Era alto, esbelto, bronceado. (¿Cómo se habría bronceado tan pronto?) Tenía pelo rojizo y un bigote parecido al del mozo-robot.

—En cuanto a Dios, mademoiselle —continuó el desconocido—, está donde ha estado siempre: alrededor de nosotros, cerca de nosotros, en nosotros-

Era un extraño modo de hablar para un hombre que parecía tan mundano. Me levanté para decirle adiós. Virginia intuyó mis intenciones y dijo:

—Qué amable eres Pablo. Ofrécele una silla-

Había calidez en su voz. El mozo-robot trajo dos jarras cónicas de vidrio. Contenían un líquido dorado con una capa de espuma. Nunca había visto cerveza ni había oído hablar de ella, pero supe cuál sería el sabor. Puse dinero imaginario en la bandeja, recibí un cambio imaginario, di al mozo-robot una propina imaginaria. La Instrumentalidad aún no había resuelto el problema de las diversas monedas de las nuevas culturas, y desde luego no se podía usar dinero verdadero para pagar comida y bebida. La bebida y la comida son gratuitas. La máquina se acarició el bigote, se enjugó el sudor de la frente con la servilleta de cuadros rojos y blancos; miró inquisitivamente a monsieur Macht.

—Monsieur, ¿va a sentarse aquí?-

—Desde luego —dijo Macht.

—¿Le sirvo aquí?-

—¿Por qué no? Si estas buenas gentes lo permiten-

—Muy bien —dijo la máquina, acariciándose el bigote con el dorso de la mano. Y desapareció en los oscuros recovecos del bar. Virginia no dejaba de mirar a Macht.

—¿Es usted un creyente? —preguntó—. ¿Todavía es un creyente, aun cuando se ha vuelto francés como nosotros? ¿Cómo sabe que lo es? ¿Por qué amo a Pablo? ¿Los Señores y sus máquinas lo controlan todo en nosotros? Quiero ser yo. ¿Sabe usted cómo ser yo?-

—No usted, mademoiselle —dijo Macht—. Sería un honor demasiado grande. Pero estoy aprendiendo a ser yo. Verán —dijo, volviéndose hacia mí—, hace dos semanas que soy francés, y sé qué porción de mí es mi propio yo, y cuánto se me ha añadido mediante este nuevo proceso que nos devuelve la lengua y el peligro-

El camarero regresó con una pequeña copa que se erguía sobre un tallo alto, de modo que parecía una maligna versión en miniatura de Terrapuerto. El liquido que contenía era de color blanco lechoso. —¡A su salud! —

Macht levantó la copa. Virginia lo miró como sí fuera a llorar de nuevo. Cuando él y yo bebimos, Virginia se sonó la nariz y guardó el pañuelo. Era la primera vez que yo presenciaba el acto de sonarse la nariz, pero parecía congeniar con nuestra nueva cultura. Macht nos sonrió como si fuera a dar un discurso. El sol salió puntualmente. Rodeó a Macht con un aura, confiriéndole un aspecto de demonio o de santo. Pero fue Virginia quien habló primero.

—¿Ha estado allí?-

Macht enarcó las cejas, frunció el ceño.

—Sí —murmuró-

—¿Recibió un mensaje?-

—Sí —respondió él, con cierta reserva.

—¿Cuál era?-

Él contestó meneando la cabeza, como si fueran cosas que no se debían mencionar en público. Quise preguntar de qué hablaban, pero Virginia continuó sin prestarme atención: —¡Pero le dijeron algo! —Sí —reconoció Macht. —¿Era importante?

—Mademoiselle, no hablemos de ello-

—Tenemos que hablar —exclamó Virginia—. Es cuestión de vida o muerte —

Apretaba las manos con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. No había probado la cerveza, que ahora se entibiaba al sol.

—Muy bien —aceptó Macht—, puede usted preguntar, pero no garantizo que vaya a responder-

No pude contenerme más.

—¿Qué significa todo esto? –

Virginia me miró con desdén, pero aun su desprecio era el de una amante, no la fría distancia del pasado.

—Por favor, Pablo, no lo sabes. Espera. ¿Qué le dijeron, monsieur Macht? –

—Que yo, Maximilien Macht, viviría o moriría con una muchacha castaña que ya estaba comprometida —Sonrió amargamente— Y yo ni siquiera sé qué significa «comprometida» -

—Lo averiguaremos —dijo Virginia—. ¿Cuándo recibió el mensaje?-

—¿El mensaje de quién? —grité—. Por amor de Dios, ¿de qué estáis hablando?-

—Del Abba-dingo —explicó Macht en voz baja, y añadió para Virginia—: La semana pasada –

Virginia palideció.

—De manera que funciona. ¡Funciona! Querido Pablo, a mí no me dijo nada. Pero a mi tía le dijo algo que jamás olvidaré-

Le aferré el brazo e intenté mirarla a los ojos, pero ella desvió la mirada. —¿Qué le dijo? —pregunté. —Pablo y Virginia-

—¿Y qué hay con eso?-

Yo apenas la conocía. Ella apretaba los labios. No estaba furiosa. Era otra cosa, algo peor. Estaba tensa. Supongo que tampoco habíamos visto eso en miles de años.

—Pablo, trata de comprender. La máquina dio a la mujer nuestros nombres... pero se los dio hace doce años-

Macht se levantó tan bruscamente que tumbó la silla. El mozo corrió hacia nosotros.

—Entonces, está decidido —dijo Macht—. Iremos todos-

—¿Adonde? —pregunté.

 —Al Abba-dingo -

—¿Pero por qué ahora? —insistí.

—¿Funcionará? —preguntó Virginia al mismo tiempo.

—Siempre funciona si uno se acerca por el lado norte-

—¿Cómo se llega allí? —preguntó Virginia.

—Hay un solo camino —respondió Macht con tristeza—. Alpha Ralpha Boulevard-

Virginia se levantó. Yo también. Y al ponerme en pie, recordé. Alpha Ralpha Boulevard. Era una calle ruinosa que colgaba en el cielo, tenue como una nube de vapor. En un tiempo había sido una carretera por donde desfilaban los conquistadores y por donde circulaban los tributos. Pero estaba en ruinas, perdida entre las nubes, cerradas a la humanidad desde hacía cien siglos.

—La conozco —dije—. Está en ruinas-

Macht calló desdeñosamente.

—Vamos —murmuró la pálida Virginia.

—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Por qué? –

—Tonto. Si no tenemos un Dios, al menos disponemos de una máquina. Es lo único que la Instrumentalidad no entiende en este mundo ni en otros. Quizá nos revele el futuro. Quizá sea una no-máquina. Es evidente que viene de otra época. ¿Por qué no usarla, querido? Si dice que somos nosotros, somos nosotros –

—¿Y si dice lo contrario? –

—Pues no lo somos —replicó con huraña tristeza.

—¿Qué quieres decir?

—Si no somos nosotros, somos sólo juguetes, muñecos marionetas dirigidas por los Señores. Tú no eres tú ni yo soy yo. Pero si el Abba-dingo, que conocía los nombres Pablo y Virginia doce años antes de que sucediera, si el Abba-dingo dice que somos nosotros, no me importa si es una máquina profética, un dios, un demonio o cualquier otra cosa. No me importa, pero tendremos la verdad- ¿Qué podía responder a eso? Macht salió primero, seguido por Virginia, y yo fui detrás de ambos. Salimos de la luz solar de «El Gato Grasiento»; cuando nos íbamos, comenzaba a caer una tenue llovizna. El mozo, pareciendo por un momento la máquina que era, fijó los ojos en el vacío. Cruzamos el borde del subsuelo y bajamos a la pista rápida. Salimos a una región de casas elegantes. Todas estaban en ruinas. La vegetación había invadido los edificios. Las flores salpicaban el parque, los umbrales, los cuartos sin techo. ¿Quién quería una casa sin techo cuando la población de la Tierra había disminuido tanto que en las ciudades sobraba lugar? Cuando íbamos por el camino de grava, en una ocasión me pareció ver una familia de homúnculos que nos espiaba desde una casa. Quizá fuera mi imaginación. Macht callaba. Virginia y yo caminábamos junto a él cogidos de la mano. Yo podría haber disfrutado de esta extraña excursión, pero Virginia me estrujaba la mano y se mordía el labio, y supe lo decisivo que era esto: para ella equivalía a una peregrinación (Una peregrinación era una antigua marcha hasta un lugar poderoso, muy bueno para el cuerpo y el alma). No me molestaba acompañarlos. Más aún, no podía haber impedido que los acompañara, una vez que Macht decidió irse del café. Pero no tenía por qué tomarlo en serio. ¿O sí? ¿Qué quería Macht? ¿Quién era Macht? ¿Qué pensamientos había aprendido esa mente en dos cortas semanas? ¿Cómo nos había precedido en su llegada a un nuevo mundo de peligro y aventura? No confiaba en él. Por primera vez en mi vida, me sentía solo. Hasta ahora me había bastado en la Instrumentalidad para que una imagen protectora armada hasta los dientes surgiera en mi mente. La telepatía me protegía contra todos los peligros, curaba todas las heridas, nos guiaba durante los ciento cuarenta y seis mil noventa días que se nos habían asignado. Ahora era diferente. Yo no conocía a este hombre, y dependía de él, no de los poderes que nos habían protegido y custodiado. Abandonamos la carretera en ruinas para entrar en un inmenso boulevard. El pavimento era tan liso y compacto que nada crecía en él, salvo en los puntos donde el viento y el polvo habían acumulado tierra. Macht se detuvo.

—Es aquí —indicó— Alpha Ralpha Boulevard –

Callamos mientras mirábamos aquella carretera de imperios olvidados. A nuestra izquierda el bulevar desaparecía en una suave curva. Conducía al norte de la ciudad, donde yo había crecido. Sabía que había otra ciudad más al norte, pero había olvidado cómo se llamaba. ¿Por qué iba a recordarlo? Sin duda sería igual a la mía. Pero a la derecha... A la derecha el boulevard se elevaba de pronto, como una rampa. Desaparecía entre las nubes. Al borde de las nubes había un indicio de desastre. No lo distinguía con precisión, pero el boulevard entero parecía cortado por fuerzas inimaginables. Más allá de las nubes se erguía el Abba-dingo, el lugar donde todas las preguntas hallaban respuesta. O eso decían. Virginia se acurrucó contra mí.

—Volvamos —propuse—. Somos gente de ciudad. No sabemos nada sobre ruinas –

—Pueden irse si lo desean —dijo Macht—. Yo sólo trataba de hacerles un favor –

Ambos miramos a Virginia.

Ella fijó en mí sus ojos castaños, en los que vi una súplica más antigua que la mujer y el hombre, más antigua que la especie humana. Supe lo que diría exactamente. Afirmaría que tenía que saber. Macht aplastó unos guijarros blandos con el zapato. Al fin, Virginia habló.

—Pablo, no busco el peligro por el peligro mismo. Pero antes hablaba en serio. ¿No existe la posibilidad de que nos estén obligando a amarnos? ¿Qué vida tendríamos si nuestra felicidad, si nuestra personalidad, dependiera de una máquina o de una voz mecánica que nos hablaba mientras dormíamos aprendiendo francés? Quizá sea divertido volver al viejo mundo. Supongo que lo es. Sé que me brindas una felicidad que jamás sospeché hasta hoy. Si de veras somos nosotros, tenemos algo maravilloso, y deberíamos saberlo. Pero si verdaderamente no es así...-

Rompió a llorar. Quise decirle que en cualquier caso parecería lo mismo, pero la cara huraña y ominosa de Macht me miró por encima del hombro de Virginia mientras la abrazaba. No había nada que decir. La estreché. Debajo del pie de Macht brotó un hilillo de sangre. El polvo la absorbió.

—Macht —dije—, ¿se ha hecho daño? –

Virginia también se volvió. Macht enarcó las cejas y dijo despreocupadamente:

—No. ¿Por qué? –

 —La sangre. Abajo-

 Miró hacia el suelo.

—Ah, eso. No es nada. Sólo los huevos de algún no-pájaro que ni siquiera vuela –

—¡Basta! —grité telepáticamente, usando la Vieja Lengua Común. Ni siquiera traté de pensar en nuestro francés aprendido. Él retrocedió un paso, asombrado. De la nada me llegó un mensaje: “Gracias, gracias buengrande regresa por favor gracias buengrande vete de aquí hombre malo hombre malo hombre malo

Algún animal o pájaro me prevenía contra Macht. Le agradecí la advertencia telepáticamente y volví a mirar a Macht. Nos contemplamos fijamente. ¿Esto era la cultura? ¿Ahora éramos hombres? ¿La libertad siempre incluía la libertad para desconfiar, temer, odiar? Macht no me gustaba en absoluto. Los nombres de delitos olvidados surgieron en mi mente: asesinato, homicidio, secuestro, demencia, violación, asalto. No habíamos conocido estas cosas, pero las sentía. Me habló con serenidad. Ambos habíamos cerrado la mente para impedir una lectura telepática, de modo que nuestros únicos medios de comunicación eran la empatía y el francés.

—Fue idea suya —dijo con descaro—, o al menos de la dama... –

—La mentira ha venido al mundo —repliqué—. ¿De manera que nos dirigimos hacia las nubes sin razón alguna? –

—Hay una razón —señaló Macht.

Aparté a Virginia suavemente y cerré la mente con tal fuerza que la antitelepatía me dominó como una jaqueca.

—Macht —advertí, y oí un gruñido animal en mi propia voz—, dígame por qué nos ha traído aquí o lo mataré –

No retrocedió. Me miró a la cara, dispuesto a pelear.

—¿Me matará? ¿Quiere decir que me quitará la vida? –

Sus palabras carecían de convicción. Ninguno de los dos solía pelear, pero él se dispuso a defenderse y yo a atacar. Debajo de mi escudo mental se deslizó un pensamiento animal: “Hombrebueno hombrebueno apriétale el cuello no-aire él-aaah no-aire él-aaah como un huevo roto”.

Seguí el consejo sin averiguar de dónde venía. Fue sencillo. Me acerqué a Macht, le puse las manos en la garganta y apreté. Él trató de apartarme las manos, luego trató de darme patadas. Yo no le soltaba la garganta. Si yo hubiera sido un Señor o un Capitán de viaje, habría sabido luchar. Pero no sabía, y él tampoco. De pronto él dejó de forcejear y sentí un peso en las manos. Sorprendido, lo solté. Macht estaba inconsciente. ¿Eso era muerto? No podía ser, pues se incorporó. Virginia corrió hacia él. Macht se frotó la garganta y dijo con voz áspera:

—No debió usted hacer eso –

Sus palabras me dieron coraje.

—Dígame por qué nos hizo venir —repliqué—, o volveré a atacarle –

Macht sonrió débilmente. Apoyó la cabeza en el brazo de Virginia.

—Es por el miedo —dijo—.

—¿Miedo? —

Yo conocía la palabra peur, pero no el significado. ¿Era una especie de inquietud o alarma animal? Estaba pensando con la mente abierta. Él respondió con la mente:

—Sí –

—Pero, ¿por qué le gusta? —pregunté.

—Es delicioso —pensó— Me da náuseas y escalofríos, me da vida. Es como un medicamento fuerte, casi tan bueno como el stroon. Fui antes allá. En lo alto, tuve mucho miedo. Fue maravilloso, fue malo y bueno, todo al mismo tiempo. Viví mil años en una hora. Quería más, pero pensé que resultaría más excitante si estaba acompañado... –

—Lo mataré —dije en francés—. Es usted muy... muy...—tuve que buscar la palabra—. Muy maligno- —No —se opuso Virginia—. Déjale hablar –

Él pensó, sin molestarse en usar palabras:

—Esto es lo que los Señores de la Instrumentalidad nos impedían tener. Miedo. Realidad. Nacíamos en un sopor y moríamos en un sueño. Hasta el subpueblo de los animales disfrutaba de más vida que nosotros. Las máquinas no tenían miedo. Y eso éramos, máquinas que se consideraban humanas. Y ahora somos libres –

Vio en mi mente el filo de una furia roja, y cambió de tema.

—No mentí. Esto es el camino del Abba-dingo. He estado allí. Funciona. De este lado, siempre funciona –

—Funciona —exclamó Virginia—. ¿Ves lo que dice? ¡Funciona! Él dice la verdad. ¡Oh, Pablo, sigamos adelante! –

—De acuerdo. Iremos –

Le ayudé a levantarse. Parecía confuso, como un hombre que ha mostrado algo que lo avergüenza. Avanzamos por la superficie del indestructible boulevard. Era cómodo para los pies. En el fondo de mi mente el animal balbuceaba sus pensamientos:

Hombrebueno hombrebueno dale muerte lleva agua lleva agua”

No le presté atención. Seguí adelante. Virginia iba entre los dos. No le presté atención. Ojalá lo hubiera hecho. Caminamos mucho rato. Era algo nuevo para nosotros. Resultaba estimulante saber que nadie nos protegía, que el aire era libre, que se movía sin ser impulsado por máquinas climáticas. Vimos muchos pájaros, y al proyectar mis pensamientos noté que sus mentes obtusas se sobresaltaban; eran pájaros naturales, y nunca habíamos visto nada parecido. Virginia me preguntó cómo se llamaban, y yo desgrané desenfadadamente todos los nombres de pájaros que habíamos aprendido en francés, sin saber si eran históricamente correctos. Maximilien Macht también se animó. Cantó una discordante canción, la cual aseguraba que nosotros tomaríamos la carretera alta y él la carretera baja, pero que él llegaría a Escocia antes que nosotros. No tenía sentido, pero la melodía era agradable. Cada vez que se alejaba un poco de Virginia y de mí, yo componía variaciones sobre «Macouba» y susurraba las frases al delicado oído de Virginia: No era la mujer que fui a buscar, la conocí por pura casualidad. No hablaba el francés de Francia, sino el susurro de la Martinica.

La aventura y la libertad nos hicieron felices hasta que tuvimos hambre. Allí comenzaron nuestros problemas. Virginia se acercó a un poste, lo golpeó con el puño y dijo:

—Aliméntame –

El poste tendría que haberse abierto para servirnos un refrigerio, o bien tendría que habernos indicado dónde podíamos conseguir comida a poca distancia. No hizo nada. Debía de estar estropeado. Así iniciamos el juego de golpear cada poste. Alpha Ralpha Boulevard se elevaba a medio kilómetro sobre la campiña circundante. Pájaros silvestres revoloteaban alrededor. Había menos polvo en el pavimento, y menos malezas. La inmensa carretera, sin pilotes, se curvaba como una cinta flotando entre las nubes. Nos cansamos de golpear postes. No teníamos comida ni agua. Virginia se inquietó.

—Ahora no sirve de nada regresar. La comida está aún más lejos si damos media vuelta. Ojalá hubieras traído algo –

¿Cómo iba a pensar en llevar comida? ¿Quién lleva comida? ¿Por qué llevarla, cuando se encuentra por doquier? Mi amada no tenía razón, pero era mi amada y yo la amaba aún más por las dulces imperfecciones de su temperamento. Macht siguió golpeando postes, en parte para no inmiscuirse en nuestra discusión, y obtuvo un resultado imprevisto. Se inclinaba para golpear con fuerza el poste de gran farol, y de pronto aulló como un perro y se deslizó cuesta arriba a gran velocidad. Oí que gritaba algo antes de desaparecer entre las nubes, pero entendí las palabras. Virginia me miró.

—¿Quieres regresar ahora? –

Macht se ha ido.

-Podemos decir que estaba cansada-

—¿Lo dices en serio? –

—Claro, querido-

Reí con cierta ofuscación. Ella había insistido en ir, pero ahora estaba dispuesta a dar media vuelta y desistir, tan sólo por complacerme.

—Olvídalo. Ya no puede faltar mucho. Sigamos adelante-

—Pablo...-

Me miró con ojos turbios, como si intentara sondearme la mente. ¿Quieres que hablemos así?, pensé. —No —contestó ella en francés—. Quiero decir las cosas de una en una. Pablo, quiero ir al Abba-dingo. Necesito ir. Es la mayor necesidad de mi vida. Pero al mismo tiempo no quiero ir. Hay algo malo allí. Prefiero tenerte mal que no tenerte. Podría ocurrir algo-

—¿Estás sintiendo ese «miedo» del que hablaba Macht? —pregunté contrariado.

—Oh, no, Pablo. Esta sensación no es excitante. Es como un fallo en una máquina-

—¡Escucha! —interrumpí.

Desde las nubes llegó el sonido semejante a un gemido animal. Había palabras en el sonido. Debía de ser Macht, Creí oír «Cuidado». Cuando lo busqué con la mente, la distancia se expandió en círculos y me mareó.

—Sigamos, querida —propuse.

—Sí, Paul —dijo Virginia, y en su voz había una insondable mezcla de felicidad, resignación y desconsuelo. Antes de continuar, la miré atentamente. Ella era mi amada. El cielo se había vuelto amarillo y las luces aún no estaban encendidas. En el cielo amarillento los rizos castaños se teñían de oro, los ojos castaños se volvían negros; ese rostro joven, marcado por el destino, cobró una singular intensidad.

—Eres mía —afirmé.

—Sí, Pablo —respondió ella, sonriendo—. ¡Tú lo has dicho! Es doblemente agradable...-

Un pájaro nos miró desde la baranda y echó a volar. Quizá no aprobaba las insensateces humanas y decidió lanzarse al aire oscuro. Más abajo extendió las alas para planear.

—No somos libres como los pájaros —dije a Virginia—, pero somos más libres de lo que ha sido la gente durante cien siglos-

Por respuesta ella me estrechó el brazo y me sonrió.

—Y ahora —añadí—, seguiremos a Macht. Abrázame con fuerza. Golpearé ese poste. Si no nos da comida, tal vez nos ofrezca un paseo-

Virginia me abrazó con fuerza cuando golpeé el poste. ¿Qué poste? De pronto todos se disolvieron en un borrón. El suelo parecía quieto, pero nos movíamos a gran velocidad. Ni siquiera en el subsuelo de servicios había visto un camino tan rápido. El vestido de Virginia ondeaba en el viento. En un instante entramos y salimos de la nube. Un nuevo mundo nos rodeaba. Había nubes arriba y abajo. Aquí y allá asomaba el cielo azul y brillante. Nos tambaleábamos. Los antiguos ingenieros habían diseñado el camino con inteligencia. Subíamos continuamente sin marearnos. Otra nube. Luego todo ocurrió tan deprisa que las palabras necesarias para contarlo son más lentas. Algo oscuro se lanzó sobre mí. Recibí un violento golpe en el pecho. Sólo después comprendí que era el brazo de Macht, tratando de aferrarme antes de que cruzáramos el borde. Entramos en otra nube y recibí un segundo golpe. El dolor fue terrible. Nunca había sentido nada parecido. Virginia se había caído, había pasado por encima de mí y ahora me tiraba de las manos. Quise decirle que no tirara más, pues me dolía, pero no tenía aliento. En vez de discutir, traté de hacer lo que ella quería. Intenté avanzar hacia ella. Sólo entonces advertí que no había nada bajo mis pies: ni puente, ni camino, nada. Yo estaba al borde del boulevard, el borde roto del lado superior. No había nada debajo salvo unos cables enredados y, muy abajo, una cinta diminuta que no era ni un río ni un camino. Habíamos saltado un gran barranco y yo había caído contra el borde superior de la carretera, golpeándolo con el pecho. El dolor no importaba. Al cabo de un instante el médico-robot vendría a curarme. Una mirada al rostro de Virginia me recordó que no había médico-robot, ni mundo, ni Instrumentalidad, sólo viento y dolor. Virginia gritaba. Pero tardé un instante en oír lo que decía.

—Es por mi culpa, es por mi culpa. Pablo, querido, ¿estás muerto? –

Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué significaba «muerto», porque la gente siempre se iba en el momento previsto, pero sabíamos que debía de ser cuando cesa la vida. Intenté decirle que estaba vivo, pero ella se empeñaba en alejarme del borde. Me senté ayudándome con las manos. Virginia se arrodilló y me cubrió la cara de besos.

—¿Dónde está Macht? —jadeé al fin. Ella miró hacia atrás.

—No lo veo-

Yo también intenté mirar.

—Quédate quieto —dijo Virginia—. Miraré de nuevo-

Caminó con valentía hasta el borde del boulevard segado y atisbo entre las nubes que corrían abajo como humo succionado por un ventilador.

—Ya lo veo —exclamó—. Tiene un aspecto extraño. Como un insecto en un museo. Está arrastrándose por los cables...-

Me acerqué gateando y miré hacia abajo. Allá estaba Macht, un punto que se movía a lo largo de un hilo, entre pájaros aleteantes. Parecía muy peligroso. Quizá Macht experimentaba todo el «miedo» que necesitaba para ser feliz. Yo no quería ese «miedo». Quería comida, agua y un médico-robot. No había nada de eso. Me levanté trabajosamente. Virginia quiso ayudarme, pero logré ponerme en pie antes de que ella me tocara.

—Sigamos adelante-

—¿Adelante? —preguntó ella.

—Hasta el Abba-dingo. Quizás haya máquinas amistosas allá arriba. Aquí sólo hay frío y viento, y las luces aún no están encendidas-

Ella frunció el ceño.

—Pero Macht...-

—Tardará horas en llegar aquí. Podemos regresar-

Virginia obedeció. Una vez más nos dirigimos hacia la izquierda del bulevar. Le dije que me abrazara la cintura mientras golpeaba los postes uno por uno. Tenía que haber un dispositivo para reactivar el camino. La cuarta vez funcionó. De nuevo el viento nos azotó la ropa mientras nos deslizábamos cuesta arriba por Alpha Ralpha Boulevard. Casi nos caímos cuando el camino viró a la izquierda. Cuando recobré el equilibrio, el camino giró a la derecha. Y allí nos detuvimos. Habíamos llegado al Abba-dingo. Una plataforma cubierta de cosas blancas, barras con protuberancias y pelotas imperfectas del tamaño de mi cabeza. Virginia callaba. ¿Del tamaño de mi cabeza? Di una patada a un objeto y de pronto supe qué era. Gente. Las partes internas. Nunca había visto esas cosas. Y aquello que estaba en el suelo debía de haber sido una mano. Había cientos de esos objetos por el camino.

—Vamos, Virginia —dije con voz serena, ocultando mis pensamientos.

Ella me siguió sin decir palabra. Sentía curiosidad por los objetos, pero no parecía reconocerlos. Yo estaba mirando la pared. Al fin encontré las portezuelas de Abba-dingo, Una decía «METEOROLÓGICA». No estaba en la Vieja Lengua Común ni en francés, pero era tan parecido que imaginé que tenía algo que ver con el comportamiento del aire. Apoyé la mano en el panel de la puerta. El panel se volvió translúcido y reveló una inscripción antigua. Había unos números que no significaban nada, palabras sin sentido, y luego: Tifón acercándose. Mi francés no me indicaba qué era un «acercándose», pero «tifón» significaba sin duda typhon, una gran turbulencia en el aire. Pensé: Que las máquinas climáticas se encarguen del asunto. No tenía nada que ver con nosotros. —Eso no ayudará —murmuré.

—¿Qué significa? —preguntó Virginia.

—El aire sufrirá una turbulencia-

—Oh. No nos incumbe, ¿verdad?-

—Claro que no.

Probé suerte con el siguiente panel, que decía «COMIDA». Cuando mi mano tocó la portezuela, se produjo un crujido desgarrador dentro de la pared, como sí la torre vomitara. La puerta se entreabrió y despidió un olor nauseabundo. Luego volvió a cerrarse. La tercera puerta decía «AYUDA» y cuando la toqué no ocurrió nada. Quizá fuera un antiguo dispositivo para recaudar impuestos. La cuarta puerta era más grande y por la parte inferior ya estaba entreabierta. El nombre de la puerta era «PREDICCIONES». Eso resultaba bastante claro para cualquiera que supiera francés antiguo. El nombre de abajo era más misterioso: «INTRODUZCA EL PAPEL AQUÍ». No entendí qué significaba. Probé suerte con la telepatía. No ocurrió nada. El viento susurró. Algunas pelotas y barras de calcio rodaron en la plataforma. Probé de nuevo, buscando la huella de viejos pensamientos. Un grito entró en mi mente, un grito agudo y prolongado que no parecía humano. Eso fue todo. Quizá me trastornó. No sentí «miedo», pero me preocupé por Virginia. Ella estaba mirando el suelo. —¿No te parece extraño que haya un abrigo de hombre en el piso, entre esos objetos raros? — preguntó. Una vez había visto una antigua máquina de rayos X en el museo, así que sabía que el abrigo aún rodeaba el material que había constituido la estructura interna del hombre. Allí no había pelota, así que estaba seguro de que la persona había «muerto». ¿Cómo podía haber sucedido en los viejos días? ¿Por qué la Instrumentalidad había permitido que sucediera? Pero la Instrumentalidad siempre había prohibido este lado de la torre. Quizá los transgresores hubieran encontrado un enigmático castigo.

—Mira —dijo Virginia—, puedo meter la mano-

Antes de que pudiera impedirlo, Virginia introdujo la mano en la ranura alargada que decía «INTRODUZCA EL PAPEL AQUÍ». Gritó. Se le atascó la mano. Tiré del brazo, pero no se movía. Virginia jadeó de dolor. De pronto logró liberarse. Tenía palabras grabadas en la piel. Me quité la capa y le cubrí la mano. Mientras ella sollozaba, le miré la mano y descubrí unas palabras escritas en su piel. Las palabras decían claramente, en francés: “Amarás a Pablo toda la vida”. Virginia me permitió vendarle la mano con la capa y luego levantó la cara para que la besara.

—Ha valido la pena. Ha valido la pena pasar por todo esto. Veamos si podernos bajar. Ahora lo sé- La besé de nuevo.

—Lo sabes, ¿verdad? —dije para confortarla.

—Desde luego. —Ella sonrió a través de las lágrimas — la Instrumentalidad no pudo concebir esto. ¡Qué máquina tan inteligente! ¿Es un dios o un diablo?-

Yo aún no había estudiado esas palabras, así que en vez de responder le di una palmada. Nos preparamos para irnos. A última hora advertí que yo no había probado suerte con «PREDICCIONES». —Un momento, querida. Déjame arrancar un trozo de vendaje-

Virginia esperó pacientemente. Arranqué un fragmento del tamaño de mi mano y recogí uno de los trozos de ex personas que había en el suelo. Quizá fuera un pedazo de brazo. Regresé para introducir la tela en la ranura, pero cuando llegué a la puerta un enorme pájaro obstruía el camino. Traté de ahuyentar al pájaro con la mano, y el ave graznó. Parecía amenazarme con sus chillidos y su afilado pico. No conseguí ahuyentarlo. Probé suerte con la telepatía. Soy un hombre verdadero. ¡Lárgate! La obtusa mente del pájaro respondió: ¡No-no-no-no-no! Le asesté un puñetazo tan fuerte que cayó al suelo. Se enderezó entre los restos blancos que cubrían la plataforma, abrió las alas y se dejó arrastrar por el viento.

          Introduje el trozo de tela, conté hasta veinte y saqué el fragmento. Las palabras eran claras, pero no significaban nada: “Amarás a Virginia veintiún minutos más”.

          La dichosa voz de Virginia, tranquilizada por la predicción pero aún temblando por el dolor de la mano grabada, me llegó como desde lejos.

          —¿Qué dice, querido? –

          Por accidente o a propósito, dejé que el viento se llevara la tela. Aleteó como un pájaro.

          —¡Oh! —exclamó Virginia, defraudada—. Lo hemos perdido. ¿Qué decía?-

          —Lo mismo que tu inscripción-

          —Pero, ¿qué palabras usaba? ¿Cómo lo decía?-

          Con amor, desazón y quizá un poco de «miedo», susurré una mentira:

          —Decía: «Pablo siempre amará a Virginia»-

          Me dedicó una sonrisa radiante. Su silueta robusta se erguía firme y feliz contra el viento. Una vez más era la rechoncha y hermosa Menerima a quien yo había visto en mi vecindario cuando éramos niños. Y era más que eso. Era mi nuevo amor en un nuevo mundo. Era mi mademoiselle de Martinica. El mensaje era una estupidez. La ranura de alimentos evidenciaba que la máquina estaba estropeada.

          —Aquí no hay comida ni agua —dije. En realidad, había un charco de agua junto a la baranda, pero el agua había tocado los objetos humanos del suelo y yo no me atrevía a beberla. Virginia estaba tan feliz que, a pesar de la mano herida, la falta de agua y el hambre, caminaba vigorosa y alegremente. Veintiún minutos, pensé. Han transcurrido unas seis horas. Si nos quedamos aquí nos exponemos a, peligros desconocidos. Echamos a andar decididamente por Alpha Ralpha Boulevard. Habíamos llegado al Abbadingo y todavía estábamos «vivos». No creía estar «muerto», pero las palabras habían carecido de sentido durante tanto tiempo que resultaba difícil pensarlas. La rampa era tan empinada que bajábamos al trote. El viento nos golpeaba la cara con increíble fuerza. Eso era, viento, pero sólo busqué la palabra vent en cuanto todo hubo terminado. No vimos toda la torre, sólo la pared adonde nos había conducido el antiguo camino. El resto de la torre quedaba oculto entre nubes ondeantes y andrajosas. El cielo era rojo por un lado y de un amarillo sucio por el otro. Cayeron grandes gotas de agua.

         —Las máquinas climáticas están estropeadas —grité.

         Virginia quiso responderme, pero el viento se llevó las palabras. Repetí lo que había dicho sobre las máquinas climáticas. Ella asintió cálidamente, aunque el viento le enmarañaba el pelo y el agua le manchaba el vestido dorado. No importa. Me aferró el brazo. Caminaba sonriendo mientras nos disponíamos a descender por la rampa. Sus ojos castaños rebosaban de vida y confianza. Vio que la miraba y me besó el brazo sin perder el paso. Era mía para siempre, y ella lo sabía. El agua-de-arriba, que según me enteré después era «lluvia», arreciaba cada vez más. De pronto cayeron pájaros. Un gran pájaro aleteó con fuerza en el aire sibilante y logró detenerse ante mi rostro. Graznó y se perdió en el viento. Apenas se había ido cuando otro pájaro me cayó sobre el cuerpo. Pronto se fue con otra ráfaga de aire, dejándome sólo el eco telepático de un grito: ¡No-nono-no! ¿Ahora qué?, pensé. Un consejo de pájaro no sirve de mucho. Virginia me aferró el brazo y se detuvo. Yo también me detuve. El borde roto de Alpha Ralpha Boulevard quedaba cerca de allí. Feas nubes amarillas nadaban en la brecha como peces venenosos. Virginia gritaba. Me agaché, acercando la oreja a sus labios.

          —¿Dónde está Macht? —gritó.

          La conduje al lado izquierdo del camino, donde la baranda nos daba cierta protección contra el aire furibundo y contra el agua. Ninguno de los dos podía ver a mucha distancia. Hice que se arrodillara y me agaché junto a ella. El agua nos tamborileaba en la espalda. La luz se había vuelto amarilla, sucia y oscura. Aún veíamos algo, pero no demasiado. Yo hubiera deseado quedarme al amparo de la baranda, pero Virginia quería ayudar a Macht. ¿Qué podía hacer yo? Si Macht había encontrado refugio, estaba a salvo, pero si continuaba en los cables, el aire turbulento pronto lo arrastraría y no habría más Maximilien Macht. Estaría «muerto» y sus partes internas se blanquearían en el suelo. Virginia insistió. Nos arrastramos hacia el borde. Un pájaro cayó en picado hacia mí. Aparté la cara y un ala me rozó la mejilla, que me ardió como fuego. Ignoraba que las plumas fueran tan duras. Supuse que los pájaros debían de tener los mecanismos mentales deteriorados para atreverse a golpear personas en Alpha Ralpha Boulevard. No era el modo habitual de comportarse ante las personas verdaderas. Al fin llegamos al borde. Traté de hundir las uñas de la mano izquierda en el material pétreo de la baranda, pero era lisa y no había donde aferrarse, salvo la moldura ornamental. Con el brazo derecho rodeaba a Virginia. Arrastrarse así resultaba doloroso, porque aun sentía los efectos del golpe contra el borde de la carretera durante el ascenso. Vacilé, pero Virginia siguió adelante. No veíamos nada. Nos rodeaba la oscuridad. El viento y el agua nos golpeaban como puñetazos. El vestido tiraba de Virginia como un perro importunando a su amo. Quise que regresara a la protección de la baranda, donde podríamos esperar a que terminara la turbulencia. De pronto se produjo un fogonazo de luz. Era pura electricidad, lo que los antiguos llamaban rayo. Más tarde descubrí que son frecuentes en las zonas que quedan fuera del alcance de las máquinas climáticas. La luz repentina y brillante nos mostró un rostro blanco vuelto hacia nosotros. Colgaba abajo, entre los cables. Tenía la boca abierta, así que debía de estar gritando. Nunca sabré si expresaba «miedo» o felicidad, pero reflejaba una gran excitación. La luz brillante se diluyó y me pareció oír el eco de un grito. Busqué telepáticamente la mente de Macht, pero no encontré nada. Sólo un pájaro obtuso y obstinado que chillaba ¡No-no-no-no! con el pensamiento. Virginia se tensó en mis brazos, y tiritó. Le grité en francés. No me oía. La llamé con la mente. Alguien más estaba allí. La mente de Virginia gritó con repugnancia:

          —La muchacha-gato. ¡Va a tocarme! –

          Se contorsionó. De pronto no hubo nada en mi brazo derecho. Aun en la penumbra, distinguí un vestido dorado llameando más allá del borde. Busqué con la mente y recibí el grito: Pablo, Pablo, te amo. ¡Ayúdame! Los pensamientos se desvanecieron cuando el cuerpo cayó. La otra persona era G'mell, a quien habíamos conocido en el pasillo.

          -He venido a buscaros —pensó G'mell—. Aunque los pájaros no se preocupaban por ella-

          -¿Qué tienen que ver los pájaros?-

          -Tú los salvaste. Salvaste a sus crías cuando el hombre de pelo rojo las quiso matar. A todos nos intrigaba saber cómo se comportarían los hombres verdaderos cuando fueran libres. Lo hemos averiguado. Algunos son malvados y matan a las otras formas de vida. Otros se muestran bondadosos y protegen la vida-

         Me pregunté si ésa era toda la diferencia entre «bueno» y «malo». Quizá no debí dejarme sorprender con la guardia baja. La gente no sabía pelear, pero los homúnculos sí. Crecían entre batallas y trabajaban entre problemas. G'mell, como buena muchachagato, me pegó en la barbilla como un émbolo. No tenía anestesia, y sólo podía llevarme por los cables, en medio de ese «tifón», si yo estaba desmayado y laxo.


          Desperté en mi cuarto. Me encontraba muy bien.
—Has sufrido un shock —me dijo el médico-robot—. Ya me he puesto en contacto con el Subcomisionado de la Instrumentalidad. Si lo deseas, puedo borrar todos los recuerdos del último día-

Tenía una expresión de amabilidad. ¿Dónde estaba el viento furioso? ¿El aire que caía a plomo? ¿El agua desbocada, no controlada por ninguna máquina climática? ¿Dónde estaban el vestido dorado y la cara ansiosa de miedo de Maximilien Macht? Pensé esas preguntas, pero el médico-robot no era telépata y no las captó. Lo miré intensamente.

—¿Dónde está mi amor verdadero? —pregunté.

Los robots no sonríen con lascivia, pero éste lo intentó.

—¿La muchacha-gata desnuda del pelo ardiente? Fue a buscar ropa-

Le dirigí una profunda mirada. La presuntuosa y estrecha mente mecánica elaboró pensamientos desagradables.

—Debo decir que las «personas libres» cambian deprisa...-

¿Quién discute con una máquina? Realmente no valía la pena responder. Pero ¿y aquella otra máquina? Veintiún minutos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo lo había sabido? Tampoco quería discutir con aquella máquina. Debía de haber sido una máquina muy poderosa, o tal vez un vestigio de las guerras antiguas. No quería averiguarlo. Algunas personas dirían que es Dios. Para mí no es nada. No necesito el «miedo» y no pienso volver a Alpha Ralpha Boulevard. Pero, ¡corazón, corazón mío! ¿Cómo podrás volver a ese café?

G'mell llegó y el médico-robot salió del cuarto.